Fotografía tomada hacia los años veinte del pasado siglo desde los solares donde se levantaron en 1929 las denominadas casas baratas, se aprecia el barrio industrial del Tejedor, los pináculos de San Lorenzo y ese primer chalet de don Ubaldo, entre las calles Balmes, Ramón y Cajal y Bulevar de San José (actual Pablo Iglesias)
Manantial de aguas saludables, provenientes de un acuífero que descansa bajo aquella importante zona milenaria del Gijón más sólido que junto a Cimavilla, está asentado sobre dura piedra. Manantial que fluyó hacia el mar primero y hacia la charca del Piles después, hasta que abovedado y cegado fue borrado su cauce de la memoria.
Porque de ser usada su agua en cristalina fuente de bondad, lavadero y abrevadero, pasó a ser solo el nombre de una calle de Ceares, parroquia aquella que, al decir de los cronistas, antaño bajaban sus tierras a beber en el mismo mar de Gijón.
A un lado del camino carretero de Ceares, nació a principios del siglo XX el barrio de la Fuente del Real, que como era tan abundante aun en los estíos, las aguas residuales bajaban por el Coto, por la zona que hoy ocupa la calle Ramón y Cajal, formando un arroyo que de haber sido más pulcros los vecinos, hubiera sido una delicia más en aquel paisaje de ensoñación, pero que la mugre y la desidia fueron arruinando sus ribazos, y aquí y allá era empozado para acudir a lavar los ajuares y los utensilios domésticos, envenenando el caudal prístino que se había iniciado transparente y potable unos pocos cientos de metros más arriba.
Cuanto más crecía Gijón demandando aguas potables, más fedía aquel cauce contaminado y hubo urgencia de sepultarlo abovedándolo en el tramo que ya bajo Los Campos, la Catalana y la Arena lo conducían hasta la infecta charca del Piles, que sería rellenada de escombros y sembrada de belleza en los años cuarenta del pasado siglo.
Hasta entonces, en la prensa local, aquella zona a caballo entre Ceares y El Coto solo es noticiable por las frecuentes reyertas que se daban en las cercanías de aquella Fuente del Real, calle Cirujeda y casas de Don Pepito donde la gente tenían un carácter algo levantisco para la calma chicha que nos asedia a veces y por unos simples derechos de abrevar o por un: “quítame de aquí esta pastilla de jabón,” cuando no, por aquello tan desfavorable para la sana convivencia de:
- “Eso no me lo dices tú a mí en el prau”
En ese aciago instante, si los contendientes eran varones, se apelaba a la navaja trapera que guardaba todo quisqui en el pantalón, entonces un silencio ceremonial permitía contar los muelles de la navaja del contendor de turno al abrirse para ponerla en modo combate y si eran más que los de la tuya, la prudencia aconsejaba poner pies en polvorosa, por más que se enlodara levemente la honra propia. Pero es que vale mucho más que se diga un: “aquí corrió” en lugar de un: “aquí murió.”
Si la disputa era entre congéneres del bello sexo, de las palabras disuasorias se pasaba a los epítetos más desafortunados, donde salían a relucir trapos muy sucios que no se lavan con jabón y del hiriente verbo se pasaba a la agresión física en un santiamén y ¡Hala! a engarrase de los pelos y la ropa sin lavar y lo que es peor sin tenderla siquiera al verdín de las preciosas praderías que desde El Coto parecían apacentar Gijón.
Luego se cuadriculó todo aquel espacio libre de El Coto para que creciera la villa, las calles tenían número si caían perpendiculares hacia el mar y letras si eran paralelas al mismo y poco a poco aquellas parcelas y calles, fueron tomando casitas y nombres. También se construyeron un cuartel y una cárcel de partido y entre ambos edificios se hicieron una preciosidad de casinas hacia 1929, que llamaron “casas baratas.”
Y como Gijón andaba escasa de agua potable, se acordó la municipalidad de aquel acuífero desdeñando y se escavaron varios pozos artesianos, fue empezar a manar el vital líquido y ya se hizo oír la queja de los vecinos de abajo, los del Boulevard San José, porque de nuevo las excedencias de aquella agua les afeaban su vecindad.
Quiso mediar el ayuntamiento y se diseñó un precioso proyecto de parque público entre ambos contendores, de tal manera que de la calle Calderón de la Barca arriba, entre calles Leopoldo Alas y General Suárez Valdés se llenaría todo aquel terreno de jardines hermosos, con un bello kiosco para escuchar música agradable, se plantarían árboles frondosos que cobijaran malvises y jilguerinos y hasta un delicado estanque para que acudieran los más pequeños a alimentar coríos.
Un oasis de verdor entre tanto cemento grisáceo, hasta que algún constructor pilló en horas bajas al correspondiente concejal de urbanismo y le susurraría al oído de su cartera aquello de:
-“Dejate de pijaines, que no estamos pa jardines”
Y así perdimos un espacio que hoy sería sin duda un lugar de ocio espectacularmente bello, casi a la par de esta ciudad maravillosa que a diario nos enamora.
Hernán Piniella