Foto postal del Palacete de don Ubaldo Junquera Chirino, con su fachada Oeste bañada por el sol de la tarde, estaba ubicado en la esquina del Bulevar de San José (actual Pablo Iglesias) y la recién abierta entonces calle Ramón y Cajal, en la foto apreciamos la belleza de la fachada norte, que ajena al sol de la tarde daba al Bulevar.
Con su río, aquel breve cauce que desde la fuente del Real bajaba a manera de arroyo cruzando y regando cantarín, aquellos sus prados y fincas de labor.
Fincas rurales que fueron siendo sustituidas por palacetes de recreo como el que el insigne arquitecto don Manuel del Busto edificó a inicios del siglo XX para aligerar los nutridos bolsillos de don Ubaldo Junquera Chirino, uno de los veintidós hijos del matrimonio formado por don Celestino Junquera, enriquecido en las Indias españolas y doña Juana de Chirino, señora de noble cuna, al ser ella descendiente del marquesado de Chirino.
Otro de sus hijos fue comerciante de aquel Gijón, don Senén Junquera, con palacete hacia los lados de Somió y que en una quiebra de alguno de sus muchos negocios sacó en pública subasta bienes a todo lo largo y ancho de Gijón (Pumarín, el Llano, La Calzada, Centro) por un valor de 16.000 pesetas de las de 1910.
En principio a la muerte de su padre y tras la partición entre tantos hermanos de las vastas heredades paternas, don Senén y don Ubaldo, se asociaron en una grandiosa tienda de ultramarinos ubicada en el final de la calle Capua con la Plazuela de San Miguel, aquella plaza elíptica que diseñaran para complacer a su padre don Celestino.
Con el tiempo don Senén, quiso volar por su cuenta y se fue hacia el número 60 de la calle Corrida, donde puso una tienda total, con todo lo comerciable en oferta permanente, pero no le fue del todo bien.
Mientras su hermano don Ubaldo hacia tan correcta como ajustada administración de los muchos solares y bienes heredados (lechería en calle Juan Alonso, fincas urbanas, cuadras, locales, etc.) y sacaba pingües beneficios de aquella tienda de ultramarinos ampliamente surtida y amablemente atendida por su hijo.
Mientras que él y su distinguida esposa viajaban a tomar las aguas a San Sebastián donde acostumbraban a recluirse en los meses de verano y tras visitar Gijón brevemente, ahuecaban el ala cual golondrinas buscando el favor de su regia posesión en la capital del reino, aquel Madrid antañón, donde en las calles hacía un frio de rigor, pero que era incapaz de cruzar los sólidos muros calefaccionados que aquella fortuna bien administrada, labró para don Ubaldo Junquera Chirinos.
Quien solo claudicaría ante la implacable huesuda un día de San Antonio de 1942, cuando ya las aves viajeras anidan en los aleros de un Gijón, que a día de hoy parece que las golondrinas se hubieran olvidado de esta ciudad dado que los aleros habitables son casi inexistentes de tan modernos que nos hemos vuelto.
Hernán Piniella